Era
una noche fría y acuosa, triste. El cielo se desquebrajaba a trozos y caía
sobre la tierra. Las nubes se partían en relámpagos que golpeaban el suelo con
la ira de Dios. Un agresivo ejército de agua atacaba desde el cielo y moría en
un asalto kamikaze contra el mundo. La luna lloraba desconsolada al ver el sol
derramarse sobre el planeta entero, y el mar se alejaba con tristeza de la
orilla. El tiempo se había vuelto loco, y la locura parecía normal. Era la
última noche del hombre.
La
casa del hombre quedaba en lo alto de la última colina viva. Estaba cercada y
resguardada, ajena a la realidad que asechaba toda vida. Descansaba dentro del
pequeño rincón que llamaba hogar, sin ver que su hogar llegaba hasta donde la
vista pudiera, pero que estaba a punto de arder en llamas, al igual que toda su
familia.
La
paz de aquel hogar fue interrumpida por un desconocido, un mágico ser que tocó
a la puerta de la casa del hombre. Parecía un anciano, vestía prendas
desgarradas, exento de calzado y de sonrisas. Una incisiva mirada era su
saludo, y la soledad su andar. Llevaba el cabello enmarañado, el rostro
demacrado y el corazón roto. Cada molécula de su ser entrañaba tristeza y
lástima.
-¿A
quién busca? –preguntó el hombre con aspereza, contrariado al ser extraído de
su descanso. Impasible.
-A
ti –contestó el vagabundo. Su voz era arenosa y seca.
-¿Quién
eres?
-¿No
me reconoces? Era de esperarse… soy tú. Soy el precio de tu felicidad. El costo
que tienes que pagar para sonreír es mi tristeza. Mi enfermedad es lo que vale
tu salud.
El
hombre, más abrumado y menos inmutable, se desquebrajó por dentro. El vagabundo
dio media vuelta y comenzó a andar a paso lento sin pronunciar una palabra.
Envuelto en el sortilegio de la visita y como si hubiese un acuerdo tácito
entre aquel par, el hombre comenzó a seguirle un paso detrás.
-Por
tener tu pequeño rincón, has vendido el mundo entero –comentó el vagabundo- y
mira ahora lo que has hecho.
El
anciano señaló a su alrededor y hasta entonces el hombre se detuvo a observar
lo que pasaba en su entorno. Los animales más salvajes corrían a esconderse de los
fragmentos de cielo que caían sin piedad. Las aguas de los ríos, las lagunas y
los lagos, que antes eran tranquilas, se abalanzaban por los aires intentando
alcanzar su presa. Los árboles levantaban sus raíces de los suelos y estas se
tornaron en garras. Una lluvia ácida se tornó cuerpo y afilaba una espada. La
noche apenas empezaba.
-¿Qué
es lo que pasa? –preguntó el hombre.
-Se
revelan, van en busca de su presa.
-¿Su
presa…? –susurró, temeroso de conocer la respuesta.
-Tú,
yo, todos.
Un
lago contaminado, la tierra de una mina explotada y una nube de polución se
alzaron en armas y señalaron a donde estaba el hombre.
-¡Allá!
–gritaron, el eco de su ira retumbó hasta en el último rincón del planeta
moribundo. Una playa con petróleo derramado volteó, le miró, y se alzaba
también con furia.
-¿Yo hice esto? –preguntó el hombre.
-Hasta
el último de los males.
Un
ejército de algas proliferadas corría con furia. La Justicia se hizo hombre y
dirigía cada ser y sus armas. El Amor tomó forma, pero hasta él odió al hombre.
La Avaricia se hizo presente, y tenía exactamente la misma apariencia del
hombre. Todos iban a por él.
La
tierra infértil, se alzó frente a él y le habló con ira.
-Venimos
a juzgarte.
El
hombre, sumiso ahora, asintió con temor. Un árbol moribundo le ató a las
espaldas, mientras el vagabundo simplemente observaba retirado con lágrimas en
el alma, envuelto en la mayor de las tristezas.
Una
pantera, un león, una ardilla y un halcón, destruyeron el hogar del hombre, el
último lugar de la tierra que se mantenía en pie.
La
justicia se posó frente a él y le escupió a la cara. A sus espaldas le seguía
una ballena triste, una nube de smog y un zorro sin piel. Todos los seres a los
que el hombre les había arrebatado la vida, hacían fila para ver el juicio.
-¿No
te bastaba tu propia piel? –preguntó el zorro.
El
hombre lloró.
-Yo
soy tu –dijo el vagabundo desde un lado, ignorado por todos. El hombre volteó
hacia él y sollozó, arrepentido por lo que había hecho, pero como cada que uno
se arrepiente, ya era tarde.
-Soy
tú, tú eres yo –continuó- tú nos hiciste esto, te lo hiciste a ti mismo,
pobrecillo.
El
hombre alzó la vista y vio como cada uno se arrinconaba para tomar su granito
de venganza. La capa de ozono, el último miembro de una raza en peligro de
extinción y una nutria que había perdido a sus crías, todos alzaban sus puños y
sus armas para vengar el planeta. Entonces el hombre lo comprendió todo,
aquella noche, la última de sus noches, conoció a su peor enemigo, y entendió
que era el mismo. Él se había matado a sí mismo, había destruido su hogar y a
su familia, y ahora se estaba matando a él. Volvió la vista hacia el anciano y
lo comprendió todo; en verdad era él, él se había convertido a sí mismo en una
víctima, se había tratado como a algo y no como a alguien. Se había asesinado
lenta y dolorosamente.
Aquella
noche, la noche en que el hombre entendió que había sido él mismo su peor
enemigo, era la última noche de la tiranía del hombre, y al alba, sería el
primer día en que la tierra descansaría.
Y.A.A.S.
El Recolector de
Palabras.
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